domingo, 20 de junio de 2010

Mordisquito ¡No, a mí no me la vas a contar!

II
Resulta que antes no te importaba nada y ahora te importa
todo. Sobre todo lo chiquito. Pasaste de náufrago
a financista sin bajarte del bote. Vos, sí, vos, que ya estabas
acostumbrado a saber que tu patria era la factoría
de alguien y te encontraste con que te hacían el regalo de
una patria nueva, y entonces, en vez de dar las gracias
por el sobretodo de vicuña, dijiste que había una pelusa
en la manga y que vos no lo querías derecho sino cruzado.
¡Pero con el sobretodo te quedaste! Entonces, ¿qué
me vas a contar a mí? ¿A quién le llevás la contra? Antes
no te importaba nada y ahora te importa todo. Y protestás.
¿Y por qué protestás? ¡Ah, no hay té de Ceilán!
Eso es tremendo. Mirá qué problema. Leche hay, leche
sobra; tus hijos, que alguna vez miraban la nata por turno,
ahora pueden irse a la escuela con la vaca puesta.
¡Pero no hay té de Ceilán! Y, según vos, no se puede vivir
sin té de Ceilán. Te pasaste la vida tomando mate cocido,
pero ahora me planteás un problema de Estado porque
no hay té de Ceilán. Claro, ahora la flota es tuya, ahora
los teléfonos son tuyos, ahora los ferrocarriles son tuyos,
ahora el gas es tuyo, pero…, ¡no hay té de Ceilán! Para
entrar en un movimiento de recuperación como este al
que estamos asistiendo, han tenido que cambiar de sitio
muchas cosas y muchas ideas; algunas, monumentales;
otras, llenas de amor o de ingenio; ¡todas asombrosas!
El país empezó a caminar de otra manera, sin que lo
metieran en el andador o lo llevasen atado de una cuerda;
el país se estructuró durante la marcha misma; ¡el país
remueve sus cimientos y rehace su historia!
Pero, claro, vos estás preocupado, y yo lo comprendo:
porque no hay té de Ceilán. ¡Ah… ni queso!
¡No hay queso! ¡Mirá qué problema! ¿Me vas a decir a
mí que no es un problema? Antes no había nada de
nada, ni dinero, ni indemnización, ni amparo a la vejez,
y vos no decías ni medio; vos no protestabas nunca, vos
te conformabas con una vida de araña. Ahora ganás bien;
ahora están protegidos vos y tus hijos y tus padres. Sí;
pero tenés razón: ¡no hay queso! Hay miles de escuelas
nuevas, hogares de tránsito, millones y millones para
comprar la sonrisa de los pobres; sí, pero, claro, ¡no hay
queso! Tenés el aeropuerto, pero no tenés queso. Sería
un problema para que se preocupase la vaca y no vos,
pero te preocupás vos. Mirá, la tuya es la preocupación
del resentido que no puede perdonarle la patriada a los
salvadores.
Para alcanzar lo que se está alcanzando hubo que
resistir y que vencer las más crueles penitencias del
extranjero y los más ingratos sabotajes a este momento
de lucha y de felicidad. Porque vos estás ganando una
guerra. Y la estás ganando mientras vas al cine, comés
cuatro veces al día y sentís el ruido alegre y rendidor que
hace el metabolismo de todos los tuyos. Porque es la primera
vez que la guerra la hacen cincuenta personas mientras
dieciséis millones duermen tranquilas porque tienen
trabajo y encuentran respeto. Cuando las colas se formaban
no para tomar un ómnibus o comprar un pollo
o depositar en la caja de ahorro, como ahora, sino para
pedir angustiosamente un pedazo de carne en aquella
vergonzante olla popular, o un empleo en una agencia
de colocaciones que nunca lo daba, entonces vos veías
pasar el desfile de los desesperados y no se te movía un
pelo, no. Es ahora cuando te parás a mirar el desfile de
tus hermanos que se ríen, que están contentos… pero eso
no te alegra porque, para que ellos alcanzaran esa felicidad,
¡ha sido necesario que escasease el queso! No
importa que tu patria haya tenido problemas de gigantes,
y que esos problemas los hayan resuelto personas.
Vos seguís con el problema chiquito, vos seguís buscándole
la hipotenusa al teorema de la cucaracha, ¡vos, el
mismo que está preocupado porque no puede tomar té
de Ceilán! Y durante toda tu vida tomaste mate! ¿Y a
quién se la querás contar? ¿A mí, que tengo esta memoria
de elefante? ¡No, a mí no me la vas a contar!

MORDISQUITO de ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO (II)

martes, 15 de junio de 2010

Mordisquito, ésa, a mi no me lo vas a contar ¡No!

I
Un malestar, una enfermedad resultan de pronto un
balance de cariño, un inventario de ternura cuya medida
uno creía capaz de sospechar y que, de pronto, lo sorprende
desbordando, colmando la aspiración más vanidosa.
A tal punto que sin la oportunidad de este micrófono
me hubiera sido imposible expresar mi conmovida
gratitud a uno por uno de todos los que se han interesado
por mí. Lo peor de la enfermedad no es la enfermedad
misma. ¡Qué esperanza! Es tener que explicarla.
Contársela minuciosamente a uno por uno, a todos los
que tienen la cordialidad de venir a visitarte. Vienen las
tías que uno no vio desde la enfermedad pasada, y hay
que contarles. Si es un resfrío o una gripe, la pregunta de
práctica es, inevitablemente: «¿Cómo te la agarraste?»
Yo no me la agarré. Es la gripe la que me agarró a mí.
Vienen los amigos que ayer estuvieron al lado y te reprochan:
«¿Pero cómo fue? Si ayer estabas lo más bien». Sí,
ayer sí, pero hoy no. Hoy estoy lo más mal. ¿Acaso no
puede ser? ¡Comprenderán que no ha sido por gusto!
¿Cómo me va a gustar a mí, que tengo apenas para defenderme
dos docenas de glóbulos rojos, perder la mitad?
No. Pero me ofrecieron la posibilidad de discutir desde
este micrófono, y yo soy capaz de discutir hasta con un
glóbulo solo, porque para tener razones no hace falta
más que un glóbulo en las venas, pero lleno de convicciones.
¡Porque a mí no me la van a contar! ¿A mí, que
tengo cincuenta años de estatura, cincuenta años de los
cuales los primeros cuarenta y cinco me los he pasado
acumulando, soportando promesas que nunca se cumplieron?
¿Pero me la quieren discutir? ¡Y bueno! Yo comprendo
que físicamente no puedo pelearme con nadie
porque no soy ningún suicida, ¡pero discutir!…
¡Claro que vamos a discutir! No es que ser porteño
signifique, obligatoriamente, ser descreído o ser escéptico.
¡No! Pero nos tuvieron tan acostumbrados, durante
tanto tiempo, a prometernos la chancha, los veinte, el
rango, el organito y la pata de goma sin darnos siquiera
la mitad de los veinte que, lógicamente, ya no creíamos
más nada, y frente a cualquier plataforma contestábamos:
«¡Bah, promesas!» ¡Pero eso de seguir negando las
cosas por inercia o como postura, no! Sobre todo que lo
que ellos nos prometieron ayer sin dárnoslo, se cumple
hoy: llega un Gobierno que toma las promesas en serio
y las realiza.
Pero, mientras se construye, vos seguís negando y
amenazando con: «el año que viene me la vas a decir».
¿Y qué te tengo que decir? ¿Que el año que viene vas a
estar mejor?… ¿y el otro?… ¿y el que sigue? ¿Que hay
conquistas que ya son de hierro y no se pueden perder,
que no se van a perder? ¿Eso querés que te diga? Y bueno:
vos querés discutir. Yo también. Te espero mañana, porque
yo estuve enfermo estos días. Pero eso de que vos
vivías antes mejor con 120 pesos que ahora con 1.500,
no, no… ¡Ésa, a mí no me la vas a contar! ¡No!

MORDISQUITO de ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO (I)