I
Un malestar, una enfermedad resultan de pronto un
balance de cariño, un inventario de ternura cuya medida
uno creía capaz de sospechar y que, de pronto, lo sorprende
desbordando, colmando la aspiración más vanidosa.
A tal punto que sin la oportunidad de este micrófono
me hubiera sido imposible expresar mi conmovida
gratitud a uno por uno de todos los que se han interesado
por mí. Lo peor de la enfermedad no es la enfermedad
misma. ¡Qué esperanza! Es tener que explicarla.
Contársela minuciosamente a uno por uno, a todos los
que tienen la cordialidad de venir a visitarte. Vienen las
tías que uno no vio desde la enfermedad pasada, y hay
que contarles. Si es un resfrío o una gripe, la pregunta de
práctica es, inevitablemente: «¿Cómo te la agarraste?»
Yo no me la agarré. Es la gripe la que me agarró a mí.
Vienen los amigos que ayer estuvieron al lado y te reprochan:
«¿Pero cómo fue? Si ayer estabas lo más bien». Sí,
ayer sí, pero hoy no. Hoy estoy lo más mal. ¿Acaso no
puede ser? ¡Comprenderán que no ha sido por gusto!
¿Cómo me va a gustar a mí, que tengo apenas para defenderme
dos docenas de glóbulos rojos, perder la mitad?
No. Pero me ofrecieron la posibilidad de discutir desde
este micrófono, y yo soy capaz de discutir hasta con un
glóbulo solo, porque para tener razones no hace falta
más que un glóbulo en las venas, pero lleno de convicciones.
¡Porque a mí no me la van a contar! ¿A mí, que
tengo cincuenta años de estatura, cincuenta años de los
cuales los primeros cuarenta y cinco me los he pasado
acumulando, soportando promesas que nunca se cumplieron?
¿Pero me la quieren discutir? ¡Y bueno! Yo comprendo
que físicamente no puedo pelearme con nadie
porque no soy ningún suicida, ¡pero discutir!…
¡Claro que vamos a discutir! No es que ser porteño
signifique, obligatoriamente, ser descreído o ser escéptico.
¡No! Pero nos tuvieron tan acostumbrados, durante
tanto tiempo, a prometernos la chancha, los veinte, el
rango, el organito y la pata de goma sin darnos siquiera
la mitad de los veinte que, lógicamente, ya no creíamos
más nada, y frente a cualquier plataforma contestábamos:
«¡Bah, promesas!» ¡Pero eso de seguir negando las
cosas por inercia o como postura, no! Sobre todo que lo
que ellos nos prometieron ayer sin dárnoslo, se cumple
hoy: llega un Gobierno que toma las promesas en serio
y las realiza.
Pero, mientras se construye, vos seguís negando y
amenazando con: «el año que viene me la vas a decir».
¿Y qué te tengo que decir? ¿Que el año que viene vas a
estar mejor?… ¿y el otro?… ¿y el que sigue? ¿Que hay
conquistas que ya son de hierro y no se pueden perder,
que no se van a perder? ¿Eso querés que te diga? Y bueno:
vos querés discutir. Yo también. Te espero mañana, porque
yo estuve enfermo estos días. Pero eso de que vos
vivías antes mejor con 120 pesos que ahora con 1.500,
no, no… ¡Ésa, a mí no me la vas a contar! ¡No!
MORDISQUITO de ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO (I)
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