martes, 8 de febrero de 2011

Dedicado a los opositores

Hay palabras que nos gustan y nos entregamos a ellas, inexplicablemente. A mí, por ejemplo, ¿sabés qué palabra me gusta? Enfiteusis. Yo no sé qué quiere decir enfiteusis —probablemente no lo sabré nunca—, pero la palabra me envuelve y me convence. A vos te gusta otra palabra. La palabra opositor. Sos opositor porque te enamora el título de opositor, porque te gusta que te llamen ¡opositor! Es la palabra. Para mí, enfiteusis. Para vos, opositor. Es una extraña especie de coquetería mental que te impulsa a cultivar un vocablo predilecto y que te impulsa a pensar contra el pensamiento de los demás. Yo te entendería si, para justificar ese término al que te entregás, me persuadieses con argumentos preciosos y razonables. Entonces le encontraría un significado a eso que vos llamás ¡oposición! Porque vos sos opositor, ¿pero opositor a qué? ¿Opositor por qué? La inmensa mayoría vive feliz y despreocupada y vos te quejás. La inmensa mayoría disfruta de una preciosa alegría ¡y vos estás triste! Nadie te quita ese melancólico derecho de estar triste. Vos sos dueño de administrar tu júbilo o tu pesimismo. ¡Pero no es justo que estés disgustado por la alegría de los demás, que te opongas al optimismo de los otros! Tu actitud de opositor víctima de una palabra seductora es una especie de complejo del resentido. porque existe en tu resentimiento una cuota enorme de rencor que te ves obligado a gastar con los demás o contra los demás. Entonces te subís por una palabra, y esa palabra es un palo enjabonado del que caés sin haber alcanzado la punta. Yo no digo que un gobierno lo haga todo bien. No es humano. Pero que no haga nada bien tampoco es humano. Vos barajás un mazo de argumentos y sacás una carta para jugarla; por ejemplo: la carestía de la vida. Llamás carestía de la vida al hecho de que valga quinientos pesos un traje que antes valía doscientos. ¿Pero te era fácil reunir esos doscientos? Vos decís que la vida está imposible porque el peceto ya no te cuesta un peso cincuenta; imposible, porque los diarios y los boletos del subte antes eran de diez y ahora son de veinte. ¡Mirá qué lástima! ¿Y cómo le llamás al hecho de que el empleado de comercio que hacía equilibrios con 50, 80 ó 100 pesos por mes gane 5, 8 ó 10 veces más? ¿Cómo le llamás al milagro del actor de teatro que ha saltado desde una retribución de 3 pesos por función —¡tres!— al regocijo actual de un sueldo mínimo de 850 pesos? ¿Cómo se llama el hecho de que un albañil, un periodista, una empaquetadora de tienda, un conductor de taxi, una dactilógrafa o un oficial frentista, que antes luchaban con las matemáticas para distribuir un sueldo sin ángulos, ahora lleguen a fin de mes no estirando angustiosamente el elástico del último peso sino con un remanente de comodidad? ¿Cómo decís? ¿Qué todo es otra cosa? Sí, bueno, será otra cosa, ¡pero ponéle nombre al menos! ¿Vos bautizás tus razones y no querés ponerle nombre a las mías? ¿Bautizás a todos tus hijos y querés que los míos sean naturales? ¡No, a mí no me la contás! Caéte del palo jabonado, abandoná la palabra que te cautiva y dejá que yo bautice mis razones con otra palabra que también me enamora: justicia. O si no, ponéle equilibrio social, evolución, conquista. ¡Mirá, ponéle hache, pero no lo niegues! Te duele no tener razón y jugás en contra de los hechos. Se puede hacer gol pateando una pelota, pero vos pateás un adoquín y te vas a romper el pie. Entonces, ¿por qué no pensás antes de patear? Te propongo una cosa: Vamos a dejar de amar las palabras y empecemos a amar los hechos. ¿Sí? ¿Vamos? Ya está. Porque, mirá, a vos y a mí nos pasa lo mismo: nos gusta una palabra, y así como yo nunca sabré qué quiere decir enfiteusis, vos nunca sabrás exactamente qué quiere decir oposición.  No, porque vos no lo sabés. Si lo supieses me lo habrías hecho entender. Porque yo no soy un burro, y, te juro, te he escuchado con toda mi buena fe y no te entiendo. Y si yo no te entiendo, ¿cómo me vas a hacer creer vos que te entendés a vos mismo? ¡Y no, viejito! He oído tantas de éstas en cincuenta años que ¡a mí no me la vas a contar!


Mordisquito de Enrique Santos Discepolo (X)


No hay comentarios:

Publicar un comentario