¡Mirá! ¡Yo puedo negar todo, vos podés negar todo!
¡Todos podemos negar todo! Pero hay algo que no se
puede negar: la evidencia. Y vos sabés lo que es la evidencia.
La evidencia es lo que está ahí, lo que te hace
señas para que lo veas, lo que te grita para que lo oigas.
Claro que si vos cerrás los ojos y cerrás los oídos, ni escuchás
ni ves nada. ¡No ves vos, no escuchás vos!, pero la
evidencia sigue firme, sigue erguida, sigue… ¡como fierro,
sigue! Mirá: yo podría abrumarte tirándote encima
un baúl de hechos evidentes, una montaña de conquistas
evidentes, ¡una cordillera de milagros evidentes! Pero,
en vez de salirte al paso con una evidencia de lo que está,
yo te salgo al paso con una evidencia ¡de lo que no está!
¿No me entendés? No me extraña, porque cuando vos
no querés entender a vos los razonamientos te rebotan
en la cabeza como el jején en el tubo de la lámpara. Y yo
levanto una lámpara, ¿sabés?; la levanto para iluminar
las calles de mi patria, de tu patria, ¡y mostrarte una evidencia
que no está! Los mendigos… ¿están? ¿Vos ves los
mendigos? Sobre las calles —y al decirte calles te digo
corazones y te digo espíritus— se desató el arroyo de la
dignidad recuperada, se desató con una bárbara alegría
de potro que transpira salud, y esa correntada se llevó a
los mendigos, vos lo sabés; pero no se los llevó para ahogarlos,
sino para bañarlos, y llegaron a la costa limpitos,
peinados con la raya al medio, cantando, no el huainito
de la limosna, sino el chamamé de la buena digestión.
No; no te encojas de hombros y contestáme; yo te hice
una pregunta: ¿vos ves los mendigos? ¿Dónde están los
mendigos? Antes el pordiosero era una realidad en serie,
como los automóviles. Los mendigos eran una vergonzosa
institución nacional. Y fijáte que yo no te hablo
con medias palabras; a mí no me interesa que quieras
quedar bien con un partido o con otro. A mí me interesa
que tu honradez reconozca para siempre los beneficios
de que goza hoy tu dignidad. Y te digo todas las palabras
que tengo, bolsas de palabras, barrios de palabras;
el mendigo era en este país una vergonzosa institución
nacional. Porque había gente que, así como unos hacen
tangos, pañoletas o mandados, ellos hacían pobres.
¡Fabricaban pobres! Y los pobres se te aparecían en los
atrios de las iglesias, en las escaleras de los subtes, en la
puerta de tu propia casa, famélicos y decepcionados,
con la cabeza como un paquete de pelo y debajo del pelo
la dignidad en derrota. ¿Y ahora los ves? Decíme, ¿los
ves? ¡Claro que no los ves! ¿Y eso no te conmueve? ¿O
es que los extrañás? Porque si los extrañás, ¡estás frito!
Ahora las manos se extienden, no para pedir limosna,
sino para saber si llueve, para ordeñar la vaca llena de
leche o el racimo lleno de clarete reserva. Acordáte cuando
volvías a tu casa, de madrugada, y descubrías en los
umbrales, amontonados contra sí mismos, a los pordioseros
de tu Buenos Aires. Ahora la exclusividad de los
umbrales han vuelto a tenerla los novios; ahora no hay
limosneros en los umbrales, ni en los andenes, ni en los
cementerios. ¿Vos vas a los cementerios? ¿No?; te pregunto
porque hay gente que va al cementerio sólo una
vez en la vida, y cuando va, la aprovecha y se queda; pero
los que solemos ir para irnos acostumbrando de a poco
y que el inquilinato póstumo no nos agarre desentrenados,
vemos lo que vos no querés ver: que ni siquiera allí
encontrás mendigos. ¿Y entonces dónde podés encontrarlos
sino en un pasado cruel y desaprensivo que te empecinás
en reconquistar? ¿Y para qué querés un pasado de
indignidad y de miseria si tenés un presente de abundancia
y de respeto? ¿O me vas a decir que no te diste cuenta
de que si trabajás te respetan y te hacen la vida honorable
y placentera? Yo te hablo con evidencias y te seguiré
cargando con evidencias. ¡Sé honrado! No me digás que
ves mendigos, porque, si los ves, es que me la querés
contar, y a mí, ¡a mí no me la vas a contar!
Mordisquito de Enrique Santos Discepolo
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