viernes, 17 de diciembre de 2010

¿Por qué hablás si no sabés?

¿Por qué hablás si no sabés? ¿De dónde sacaste esa noticia
que echás a rodar desaprensivamente, sin pensar en
lo irresponsable que sos y en el daño que podés hacer?
Estamos viviendo el tecnicolor de los días gloriosos y vos
me lo querés cambiar por el rollo en negativo del pesimismo,
el chisme, la suspicacia y la depresión. No, si yo
a vos te conozco, ¡uf, si te conozco! Vos sos, mirá, vos
sos el que no podés disponer de hechos y entonces usás
los rumores, y te acercás a mí para tirarme la manea de
unas palabras en el momento más inesperado. ¿Sabés qué
palabras, por ejemplo?: «¡La que se va a armar!»
¡Explicáte! Que tu actividad capciosa no se detenga
en el umbral de las palabras, sino que atraviese el zaguán
del prólogo y me tienda la mesa en el comedor de los
hechos… hechos y no palabras, hechos y no rumores.
Dale, servíme la cena. Poné sobre mi mesa eso que estás
anunciando, pinchálo con el tenedor de una evidencia,
cortáme el entrecote con el cuchillo de otra evidencia, ¡y
hacé que yo trague el bocado evidentemente! Porque,
hasta ahora, los rumores se fabrican aquí por quienes se
alimentan de sus propias milanesas. Porque yo a vos no
te entiendo. Vos me agarrás del brazo en la vereda, me
anunciás que se va a venir una… se va venir una… y en
vez de venir una, te vas vos, y yo me quedo en la vereda
tratando de no impresionarme, porque si yo fuera impresionable
entraría en mi casa agachado como vos,
hablando al bies como vos, y cuando los míos vinieran
a saludarme alegremente, también yo levantaría la medianera
de esas palabras sibilinas que me dijiste: «Menos alegría
y vayan preparándose… porque ¡se va a venir una!»
Pero yo vengo de vuelta, ¿sabés? Yo vengo de otras épocas
llenas de palabras, superfluamente llenas de palabras;
no había nada más que eso: barrios de palabras,
tribunas de palabras, países de palabras, y por eso no
creo en los rumores chiquitos y muchas veces miserables
con que vos querés hacerle sombra a una realidad que
está iluminándonos. ¿Por qué hablas si no sabés? ¡Entristece
pensarlo! Claro, a vos vino uno y te dijo que ayer
mataron a treinta. ¿Dónde están los que mataron? ¿Fuiste
al entierro? ¿Tomaste café en el velorio? No, vos no viste
nada, vos no sabés nada, pero como alguien te lo dijo,
vos lo repetís, y ¿quién se lo dijo a ese alguien? ¿Quién?
Ahora me explico: será el mismo que anunció, por ejemplo,
que Fulano y Mengano estaban presos. Y entonces,
vos venís y me decís, siempre agachado, siempre haciéndote
el misterioso: «¡Shhh… la cosa está brava! ¡Los
metieron presos a Fulano y Zutano!» Y si te digo que anoche
lo vi a Fulano con una rubia y que hoy almorcé casualmente
con Mengano, vos me mirás con una lástima tremenda
y me decís que es un truco. ¿Cómo un truco? ¿A
mi me la vas a contar? ¡Yo estuve con Mengano! ¿Cómo
que no? ¿Entonces, quién era? ¿Boris Karloff caracterizado?
Pero, oíme, ¿no ves en qué época estás viviendo?,
con kilos de realidades, toneladas de realidades, y entonces,
¿cómo podés mostrarte tan pequeño, tan chiquito, y
ser un cómplice más en esta carrera de posta en la que
los rumores más absurdos, cuando no cínicos, salen de
la obscuridad y quieren meterse en el pensamiento de
los crédulos? Ya sé, decís que vienen desde el exterior
contando con la colaboración de sus personeros, de los
que, desgraciadamente, muchos son argentinos. Pero ¡no
hablés tonterías! ¡Averiguá primero! Despreciá al malintencionado
que te pasa un rumor como quien te entrega
un billete falso… y no ves que si es falso, ¿cómo vas a
comprar la verdad? ¿O vos no sabías que la verdad está
en los hechos maravillosos que hoy nos rodean, y que la
mentira está en esos rumores o calumnias que vos recogiste
y amplificaste? ¿A mí me vas a contar que no sabés
que son calumnias? ¿Que creés en los rumores? ¿Que pensás
firmemente que… «se va a venir una»? ¡Fenómeno
la que se va a venir! ¡Vamos, criatura, que somos pocos
y nos conocemos mucho! ¡A mí no me la vas a contar!


Mordisquito de Enrique Santos Discepolo

jueves, 26 de agosto de 2010

Yo te hablo con evidencias y te seguiré cargando con evidencias.

¡Mirá! ¡Yo puedo negar todo, vos podés negar todo!
¡Todos podemos negar todo! Pero hay algo que no se
puede negar: la evidencia. Y vos sabés lo que es la evidencia.
La evidencia es lo que está ahí, lo que te hace
señas para que lo veas, lo que te grita para que lo oigas.
Claro que si vos cerrás los ojos y cerrás los oídos, ni escuchás
ni ves nada. ¡No ves vos, no escuchás vos!, pero la
evidencia sigue firme, sigue erguida, sigue… ¡como fierro,
sigue! Mirá: yo podría abrumarte tirándote encima
un baúl de hechos evidentes, una montaña de conquistas
evidentes, ¡una cordillera de milagros evidentes! Pero,
en vez de salirte al paso con una evidencia de lo que está,
yo te salgo al paso con una evidencia ¡de lo que no está!
¿No me entendés? No me extraña, porque cuando vos
no querés entender a vos los razonamientos te rebotan
en la cabeza como el jején en el tubo de la lámpara. Y yo
levanto una lámpara, ¿sabés?; la levanto para iluminar
las calles de mi patria, de tu patria, ¡y mostrarte una evidencia
que no está! Los mendigos… ¿están? ¿Vos ves los
mendigos? Sobre las calles —y al decirte calles te digo
corazones y te digo espíritus— se desató el arroyo de la
dignidad recuperada, se desató con una bárbara alegría
de potro que transpira salud, y esa correntada se llevó a
los mendigos, vos lo sabés; pero no se los llevó para ahogarlos,
sino para bañarlos, y llegaron a la costa limpitos,
peinados con la raya al medio, cantando, no el huainito
de la limosna, sino el chamamé de la buena digestión.
No; no te encojas de hombros y contestáme; yo te hice
una pregunta: ¿vos ves los mendigos? ¿Dónde están los
mendigos? Antes el pordiosero era una realidad en serie,
como los automóviles. Los mendigos eran una vergonzosa
institución nacional. Y fijáte que yo no te hablo
con medias palabras; a mí no me interesa que quieras
quedar bien con un partido o con otro. A mí me interesa
que tu honradez reconozca para siempre los beneficios
de que goza hoy tu dignidad. Y te digo todas las palabras
que tengo, bolsas de palabras, barrios de palabras;
el mendigo era en este país una vergonzosa institución
nacional. Porque había gente que, así como unos hacen
tangos, pañoletas o mandados, ellos hacían pobres.
¡Fabricaban pobres! Y los pobres se te aparecían en los
atrios de las iglesias, en las escaleras de los subtes, en la
puerta de tu propia casa, famélicos y decepcionados,
con la cabeza como un paquete de pelo y debajo del pelo
la dignidad en derrota. ¿Y ahora los ves? Decíme, ¿los
ves? ¡Claro que no los ves! ¿Y eso no te conmueve? ¿O
es que los extrañás? Porque si los extrañás, ¡estás frito!
Ahora las manos se extienden, no para pedir limosna,
sino para saber si llueve, para ordeñar la vaca llena de
leche o el racimo lleno de clarete reserva. Acordáte cuando
volvías a tu casa, de madrugada, y descubrías en los
umbrales, amontonados contra sí mismos, a los pordioseros
de tu Buenos Aires. Ahora la exclusividad de los
umbrales han vuelto a tenerla los novios; ahora no hay
limosneros en los umbrales, ni en los andenes, ni en los
cementerios. ¿Vos vas a los cementerios? ¿No?; te pregunto
porque hay gente que va al cementerio sólo una
vez en la vida, y cuando va, la aprovecha y se queda; pero
los que solemos ir para irnos acostumbrando de a poco
y que el inquilinato póstumo no nos agarre desentrenados,
vemos lo que vos no querés ver: que ni siquiera allí
encontrás mendigos. ¿Y entonces dónde podés encontrarlos
sino en un pasado cruel y desaprensivo que te empecinás
en reconquistar? ¿Y para qué querés un pasado de
indignidad y de miseria si tenés un presente de abundancia
y de respeto? ¿O me vas a decir que no te diste cuenta
de que si trabajás te respetan y te hacen la vida honorable
y placentera? Yo te hablo con evidencias y te seguiré
cargando con evidencias. ¡Sé honrado! No me digás que
ves mendigos, porque, si los ves, es que me la querés
contar, y a mí, ¡a mí no me la vas a contar!

Mordisquito de Enrique Santos Discepolo

domingo, 25 de julio de 2010

Protestás porque te parece que es elegante

¿Vos la querés seguir? Y bueno… , vamos a seguirla,
pero dejáme antes aclarar una posición. Yo no discuto
porque crea que tengo toda la razón del mundo. Al contrario,
discuto porque creo que vos no tenés ninguna.
Protestás porque te parece que es elegante. Lo hacés como una actitud.
«Son criterios», decís. Y digo yo: ¿no será falta de criterio, en vez?
Hay personajes que consideran
que una actitud elegante en la vida es la de estar
con un codo apoyado en el mostrador. Otros, sosteniendo
el marco de la puerta, en los zaguanes de las casas.
Hay también señoras que creen que la que no tiene por
lo menos un complejo no es de buena posición. ¡Y bueno!
A vos se te repujó en la cabeza la idea de que la posición
fundamental es negar, desconocer, decir que no. Te
parece que eso da mucha importancia. Que te regala la
apariencia de un hombre que tiene ideas, cuando la verdad
es que negás porque, en realidad, no tenés ninguna
idea. La del hombre aquel que entraba siempre en las
reuniones diciendo: «No sé de qué se trata, ¡pero me
opongo lo mismo!» ¡Pero, no! ¡A mí no me la vas a contar!
Vos negás, protestás, con la misma injusticia del que
arma un escándalo en su casa porque «le perdieron» la
llave del escritorio. Resulta que después de promover
la batahola, cuando ya todo está cabeza abajo y en la mitad
del tobogán, la llave del escritorio aparece en la botamanga
de su propio pantalón. Entonces, como ya no
podría justificar todos los gritos en contra, con tal de
no hacer el papelón, esconde la llave en el bolsillo y sigue
protestando para mantener una actitud. Igualito que
vos. Escondés, tu conciencia frente a la realidad de los
hechos y seguís soplando contra el ventilador para no
reconocer que la erraste. Y lo peor es que, queriendo
sostener esa pirueta tuya —de resentido—, inventás argumentos
de manteca. Sí, argumentos que se derriten a la
luz de la evidencia más chiquita. Te molesta —¡lógico!—
esa felicidad preciosa de la gente que cree en lo que ve.
Vos seguís buscando vanamente el pelo en la sopa. Y
pretendés haberlo encontrado con frasecitas definitivas
como estas de: «Ahora uno llama a un electricista y, para
colocar un enchufe miserable, te cobra quince pesos. ¡Yo
no sé adónde vamos a parar!» A ningún lado. ¿Por qué?
Si ahí está tu error. Es que ese enchufe miserable, como
era miserable la situación de ese electricista, ya no lo
son. No hay nada miserable ya. Todo ha adquirido dignidad.
Ésta es la tremenda transformación que se ha operado
y que vos, con la llavecita escondida en la botamanga
del pantalón, seguís negando y desconociendo.
Se ha dado dignidad a la gente. Todo el que trabaja es
considerado dignamente. Y el que ya no puede trabajar
se ha ganado una protección digna. Y es digna la criatura
que todavía no trabaja, porque algún día ocupará
su lugar de combate en la conquista del progreso común.
Pero vos protestas porque te cobran quince pesos
por colocar un enchufe. ¡Claro! ¡La conquista de la dignidad
humana no cuenta para nada para vos! Para vos,
lo único importante son los quince pesos del enchufe.
Pero, decíme: vos, además de protestar, ¿trabajás en algo?
¿Sí? ¿No te das cuenta de que esa conquista admirable
de la dignidad te alcanza a vos también y que todo se
ha equilibrado sobre la marcha misma? ¿O no trabajás
porque sos alabardero del rey y aquí rey no hay? ¡Únicamente
así se entendería! Porque no me vas a contar
que aquí falta trabajo. Ahora… No… ¡Ah!… Creía…
Pero protestás sin advertir que lo único imperdonable
es tu protesta. Y entonces, ¿de qué protestás? Mirá,
«vamo a dejarla», como decía un reo. ¿Sí? Vamos a dejarla.
Porque yo te respeto, pero a mí, ¡a mi no me la vas
a contar!

Mordisquito de Enrique Santos Discepolo (III)

domingo, 20 de junio de 2010

Mordisquito ¡No, a mí no me la vas a contar!

II
Resulta que antes no te importaba nada y ahora te importa
todo. Sobre todo lo chiquito. Pasaste de náufrago
a financista sin bajarte del bote. Vos, sí, vos, que ya estabas
acostumbrado a saber que tu patria era la factoría
de alguien y te encontraste con que te hacían el regalo de
una patria nueva, y entonces, en vez de dar las gracias
por el sobretodo de vicuña, dijiste que había una pelusa
en la manga y que vos no lo querías derecho sino cruzado.
¡Pero con el sobretodo te quedaste! Entonces, ¿qué
me vas a contar a mí? ¿A quién le llevás la contra? Antes
no te importaba nada y ahora te importa todo. Y protestás.
¿Y por qué protestás? ¡Ah, no hay té de Ceilán!
Eso es tremendo. Mirá qué problema. Leche hay, leche
sobra; tus hijos, que alguna vez miraban la nata por turno,
ahora pueden irse a la escuela con la vaca puesta.
¡Pero no hay té de Ceilán! Y, según vos, no se puede vivir
sin té de Ceilán. Te pasaste la vida tomando mate cocido,
pero ahora me planteás un problema de Estado porque
no hay té de Ceilán. Claro, ahora la flota es tuya, ahora
los teléfonos son tuyos, ahora los ferrocarriles son tuyos,
ahora el gas es tuyo, pero…, ¡no hay té de Ceilán! Para
entrar en un movimiento de recuperación como este al
que estamos asistiendo, han tenido que cambiar de sitio
muchas cosas y muchas ideas; algunas, monumentales;
otras, llenas de amor o de ingenio; ¡todas asombrosas!
El país empezó a caminar de otra manera, sin que lo
metieran en el andador o lo llevasen atado de una cuerda;
el país se estructuró durante la marcha misma; ¡el país
remueve sus cimientos y rehace su historia!
Pero, claro, vos estás preocupado, y yo lo comprendo:
porque no hay té de Ceilán. ¡Ah… ni queso!
¡No hay queso! ¡Mirá qué problema! ¿Me vas a decir a
mí que no es un problema? Antes no había nada de
nada, ni dinero, ni indemnización, ni amparo a la vejez,
y vos no decías ni medio; vos no protestabas nunca, vos
te conformabas con una vida de araña. Ahora ganás bien;
ahora están protegidos vos y tus hijos y tus padres. Sí;
pero tenés razón: ¡no hay queso! Hay miles de escuelas
nuevas, hogares de tránsito, millones y millones para
comprar la sonrisa de los pobres; sí, pero, claro, ¡no hay
queso! Tenés el aeropuerto, pero no tenés queso. Sería
un problema para que se preocupase la vaca y no vos,
pero te preocupás vos. Mirá, la tuya es la preocupación
del resentido que no puede perdonarle la patriada a los
salvadores.
Para alcanzar lo que se está alcanzando hubo que
resistir y que vencer las más crueles penitencias del
extranjero y los más ingratos sabotajes a este momento
de lucha y de felicidad. Porque vos estás ganando una
guerra. Y la estás ganando mientras vas al cine, comés
cuatro veces al día y sentís el ruido alegre y rendidor que
hace el metabolismo de todos los tuyos. Porque es la primera
vez que la guerra la hacen cincuenta personas mientras
dieciséis millones duermen tranquilas porque tienen
trabajo y encuentran respeto. Cuando las colas se formaban
no para tomar un ómnibus o comprar un pollo
o depositar en la caja de ahorro, como ahora, sino para
pedir angustiosamente un pedazo de carne en aquella
vergonzante olla popular, o un empleo en una agencia
de colocaciones que nunca lo daba, entonces vos veías
pasar el desfile de los desesperados y no se te movía un
pelo, no. Es ahora cuando te parás a mirar el desfile de
tus hermanos que se ríen, que están contentos… pero eso
no te alegra porque, para que ellos alcanzaran esa felicidad,
¡ha sido necesario que escasease el queso! No
importa que tu patria haya tenido problemas de gigantes,
y que esos problemas los hayan resuelto personas.
Vos seguís con el problema chiquito, vos seguís buscándole
la hipotenusa al teorema de la cucaracha, ¡vos, el
mismo que está preocupado porque no puede tomar té
de Ceilán! Y durante toda tu vida tomaste mate! ¿Y a
quién se la querás contar? ¿A mí, que tengo esta memoria
de elefante? ¡No, a mí no me la vas a contar!

MORDISQUITO de ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO (II)

martes, 15 de junio de 2010

Mordisquito, ésa, a mi no me lo vas a contar ¡No!

I
Un malestar, una enfermedad resultan de pronto un
balance de cariño, un inventario de ternura cuya medida
uno creía capaz de sospechar y que, de pronto, lo sorprende
desbordando, colmando la aspiración más vanidosa.
A tal punto que sin la oportunidad de este micrófono
me hubiera sido imposible expresar mi conmovida
gratitud a uno por uno de todos los que se han interesado
por mí. Lo peor de la enfermedad no es la enfermedad
misma. ¡Qué esperanza! Es tener que explicarla.
Contársela minuciosamente a uno por uno, a todos los
que tienen la cordialidad de venir a visitarte. Vienen las
tías que uno no vio desde la enfermedad pasada, y hay
que contarles. Si es un resfrío o una gripe, la pregunta de
práctica es, inevitablemente: «¿Cómo te la agarraste?»
Yo no me la agarré. Es la gripe la que me agarró a mí.
Vienen los amigos que ayer estuvieron al lado y te reprochan:
«¿Pero cómo fue? Si ayer estabas lo más bien». Sí,
ayer sí, pero hoy no. Hoy estoy lo más mal. ¿Acaso no
puede ser? ¡Comprenderán que no ha sido por gusto!
¿Cómo me va a gustar a mí, que tengo apenas para defenderme
dos docenas de glóbulos rojos, perder la mitad?
No. Pero me ofrecieron la posibilidad de discutir desde
este micrófono, y yo soy capaz de discutir hasta con un
glóbulo solo, porque para tener razones no hace falta
más que un glóbulo en las venas, pero lleno de convicciones.
¡Porque a mí no me la van a contar! ¿A mí, que
tengo cincuenta años de estatura, cincuenta años de los
cuales los primeros cuarenta y cinco me los he pasado
acumulando, soportando promesas que nunca se cumplieron?
¿Pero me la quieren discutir? ¡Y bueno! Yo comprendo
que físicamente no puedo pelearme con nadie
porque no soy ningún suicida, ¡pero discutir!…
¡Claro que vamos a discutir! No es que ser porteño
signifique, obligatoriamente, ser descreído o ser escéptico.
¡No! Pero nos tuvieron tan acostumbrados, durante
tanto tiempo, a prometernos la chancha, los veinte, el
rango, el organito y la pata de goma sin darnos siquiera
la mitad de los veinte que, lógicamente, ya no creíamos
más nada, y frente a cualquier plataforma contestábamos:
«¡Bah, promesas!» ¡Pero eso de seguir negando las
cosas por inercia o como postura, no! Sobre todo que lo
que ellos nos prometieron ayer sin dárnoslo, se cumple
hoy: llega un Gobierno que toma las promesas en serio
y las realiza.
Pero, mientras se construye, vos seguís negando y
amenazando con: «el año que viene me la vas a decir».
¿Y qué te tengo que decir? ¿Que el año que viene vas a
estar mejor?… ¿y el otro?… ¿y el que sigue? ¿Que hay
conquistas que ya son de hierro y no se pueden perder,
que no se van a perder? ¿Eso querés que te diga? Y bueno:
vos querés discutir. Yo también. Te espero mañana, porque
yo estuve enfermo estos días. Pero eso de que vos
vivías antes mejor con 120 pesos que ahora con 1.500,
no, no… ¡Ésa, a mí no me la vas a contar! ¡No!

MORDISQUITO de ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO (I)

viernes, 7 de mayo de 2010

7 DE MAYO DE 1919


EVITA


Gracias por darle dignidad a mi trabajo, a mi clase, a mi vida y a mi país.